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Èrase una vez una hermosa mujer, en el sentido poético de la palabra ¡Hermosa!
De mirada ámbar, de sonrisa gótica y caminar de danza.
Enamorada del amor. Clementina, que así se llamaba, vivía en el país de los cuentos de hadas.
Todos los días, desde el beso del ocaso hasta el latir pausado de la noche, Clemen navegaba su
mundo onírico en busca del amor. Lo dibujaba en el lienzo virgen de sus sueños: caballero como el galante ciprés que la saludaba camino al río, rebelde como el viento, amoroso como la brisa que rozaba sus mejillas, perfecto como el matemático universo, inmenso como el océano, ardiente como el sol y dulce como el almíbar que ansiaba para empalagar su sediento paladar.
¡Clementina! Que así se llamaba, estaba enamorada del amor y en cada hombre que pasaba, ¡Clemen! notaba un rasgo del amor. Así pasaron los años y esta hermosa mujer de mirada ámbar, de sonrisa gótica y caminar de danza, dejó de visitar su mundo onírico para dormir en los brazos de la eternidad, huérfana de amor.